Cuento breve 9

COLETTE, PERO NO LA DE “LOS MISERABLES”

París puede tener una historia más…ésta es la de Colette, que a diferencia de la de “Los Miserables” tuvo una niñez hermosa y un final para nada feliz. Antony de A’twill es un prominente hombre de negocios casado con una aristócrata de Marsella. Oriundo del Langedot, tienen un hermoso castillo a orillas del Lot, donde van a vacacionar dos veces al año.

Tuvieron seis hijos de los cuales murieron dos y su última niña es todo un primor. La nombraron Colette, para homenajear a su gran amigo, Victor Hugo, quién meses antes, en 1872, publicó el famoso libro “Los Miserables” y donde su atribulada heroína llevaba el mismo nombre. Al cumplir sus quince años, Colette fue presentada oficialmente en sociedad, junto con un puñado de amigas conocidas, en el gran Salón de la Opera, transformada en pista de baile, a la manera de gran teatro de Viena.

Al sábado siguiente, su padrino el flamante senador Victor Hugo, le obsequió una esplendorosa recepción en el palacio de Luxemburgo, todo arreglado para que conociera a su futuro esposo, el barón de Rosschill. Colette llegó ataviada con un impecable traje de encajes de Nantes y plumetí plisado. Su pelo oscuro estaba engarzado con hebillas de brillantes y flores naturales, al mejor estilo de la ya difunta reina Eugenia de Montijo y sus ojos abiertos de sorpresa en sorpresa, no atinaron a asombrarse cuando le presentaron a su prometido, un acaudalado cincuentón, dueño de vastísimas plantaciones de cacao en tierras de Venezuela y Panamá.

Parecía que absolutamente todos, padres, hermanos y amigos, festejaban de antemano una boda donde la última en enterarse y dejar su aprobación fuera ella. No le dieron tiempo para vivir su juventud, ni para tomar su decisión. A los dos años, el casamiento se realizó en el mismo palacio y su noche de bodas en la mansión recién estrenada, a pocos metros de su casa natal, en la esquina de la Avenue Foch y Paul Valery, donde hoy funciona la Fundación Dapper, aunque el matrimonio recién se consumó a la semana, de viaje por el Mediterráneo, en el barco de su propiedad.

Sus jornadas almidonadas se agotaban en ordenar las tareas del hogar, tomar el té con las iguales de su condición, jugar en el Club Real al bridge o al backgammon, un nuevo entretenimiento de moda, asistir rigurosamente a las funciones de la Opera, paseos por las Tullierias, visitas al Louvre y misas dominicales en la Saint Capelle, además de acompañar a su esposo a las jornadas de Jockey y mudarse una vez al año al Lot o a la Costa Azul.

Precisamente en esas olvidables tardes del club, una y otra vez observaba a un apuesto caballero, elegantemente vestido que acompañaba siempre al conde Dutruel; Llegaban y se retiraban siempre juntos, y a la noche, atrapada entre las grasas abdominales de su marido, ignominiosamente pensaba en el porte de ese enigmático joven…hasta que un día se atrevió a conocerlo.

Fue en el mismo salón de fiestas, una noche de carnaval, iluminado especialmente con nuevas luces eléctricas, donde Colette se quitó el antifaz bordeado de armiño y al son de una polka se presentaron. Desde entonces, sus miradas se multiplicaron y él se mostró como un gran señor de ricas propiedades y fortunas bancarias que a ella no le importaban.

Y se enamoraron perdidamente, a escondidas, entre retazos de tiempo que ambos robaban a sus dueños. Las tardes aburridas cambiaron de color y sólo esperaba el momento de verse entre los mohines del club. Besos y caricias fueron creciendo a la par de promesas y sueños. Así vivieron y consumieron durante tres años, un amor irracional, errático, prohibido y sublime a la vez. Colette, por primera vez conoció el amor y lo vivió inmensamente, sin medir las consecuencias.

Su felicidad crecía y se manifestaba entre engaños, mentiras y escapadas, pero su caída fue estrepitosa. Un domingo soleado se vieron a solas en la Fuente de la Virgen, en una placita ubicada atrás de Notre Dame y sus manos entrelazadas no dejaron dudas en la percepción de una de las sirvientas de la casa que pasaba por ahí, rumbo a misa. Esa misma mucama que le daba tanto trabajo y estaba a punto de ser despedida.

A los pocos días, cuando recibió la nota de cesación de actividades, escribió dos cartas de despecho, dirigidas a ambos esposos. Colette leyó la suya y todo el mundo se le cayó en un segundo; le corrió frío por sus espaldas y creyó morirse en ese instante. Le contaba, con detalles muy certeros, que su gran amor para nada era lo que aparentaba. Julián, lejos de ser un adinerado terrateniente, sólo era chofer y algo más del conde Drutuel, por eso vestía muy bien y era el hombre de compañía, vivían como vecinos en una pobre casa comunitaria a las afueras de la ciudad, en el actual Distrito XIII y tenía una ruidosa familia, con dos pequeños hijos y una esposa gitana.

Desgarrada hasta las entrañas, cobró fuerzas y esa misma tarde marchó al barrio camino a Gentilly. Oculta entre unos matorrales y montañas de basura, vio a su amante, tan solo con un pantalón de entrecasa, camiseta y tiradores, jugar con dos pequeños niños de seis y cuatro años. Cerró los ojos y descompuesta hasta el alma, lloró su agonía de amor.

Ya entrada la noche, a duras penas llegó a su casa y encontró a su esposo sentado en una amplia poltrona, fumando un habano y con la carta plegada en su falda. No se hablaron y tampoco lo hicieron por el resto de sus días, ni siquiera en las fiestas de la inmediata Navidad. Desde ese día durmieron y habitaron en cuartos separados y cada uno se sentó a la mesa en comedores distintos.

Las puertas de la mansión se cerraron para toda visita y la más negra oscuridad habitó en sus corazones. Como corresponde a un esposo despechado, el barón de Rosschill retó a duelo a su contrincante y concluidas las tramitaciones de padrinazgos, se dieron cita para mediados de enero.

Una fría mañana muy temprano, apenas disipada la niebla, los dos contingentes atravesaron la Porte d’Auteuil y el duelo se produjo en unos terrenos con tapiales ziczajeantes, donde otrora las tropas de Murat realizaban sus prácticas de tiro y paradójicamente hoy funcionan las canchas del Roland Garros Stade. Tras los disparos, el corazón inexperto de Julián quedó partido en dos y su sangre no alcanzó a mitigar la vergüenza, aunque si, el deshonor.

Los lunes son días de desdichas. Colette salió presurosa de su mansión sin que los sirvientes la saludaran. Eligió un vestido negro y un sombrero con muselina que le ocultaba el rostro, debajo de las enaguas llevaba el pañuelo bordado con las iniciales de su amor eterno.

Desde su casa hasta la flamante Torre de hierro, caminó apenas unos diez minutos y al llegar, eludió unos operarios que estaban acomodando plantas y estatuas en uno de los cabezales, para los festejos de los primeros cinco años de la obra del ingeniero Eiffel. Con breves descansos, subió los 65 primeros escalones hasta el primer rellano y consideró que para sus fines, la altura alcanzada era suficiente.

Miró por última vez su barrio, cerca del Arco del Triunfo tratando de divisar su hogar, luego hacia el otro extremo sin ver la casa de Julián, extrajo el pañuelo y lo apretó fuertemente entre sus manos, que de un brusco sacudón soltaron las barandas de protección y no sintió nada más que su propio grito ahogado por el viento. No fue el primer suicidio desde lo alto de la Torre Eiffel, ya lo habían hecho dos o tres desvalidos, pero éste fue el primero de una mujer…Colette, de París, con tan solo veintidós años y un amor contrariado.