NOS BENDIJO UN SANTO

NOS BENDIJO UN SANTO Otras épocas. El Santo Padre era un ser supremo, intocable, inagraviante y llegar a él era prácticamente un milagro. Juan Pablo II estaba en la cima de su poder caritativo; era la figura más prominente del mundo y un halo de santidad enjugaba sus actos y acciones.

Estábamos en Roma una vez más y ese miércoles 28 de septiembre de 1994 amaneció lloviendo. Imposible visitar el Foro o recorrer sus calles, entonces el mejor programa resultaba ir al Vaticano y quedarnos guarecidos en la basílica y los museos.

Al llegar a la plaza de San Pedro nos percatamos que por ser miércoles, la multitud se dirigía al Aula de Audiencias y favorablemente la gran iglesia estaba algo más despejada.

La emoción de siempre al ingresar a esas naves monumentales, donde la extraordinaria arquitectura brilla tanto como los mármoles multicolores del piso y los dorados fulgurantes de estucos y bronces, decoran cientos de metros cuadrados de exquisita estética. El gran Atrio con el escudo policromado que recuerda el Concilio Vaticano II, el Pórtico de Carlo Maderno con las cinco grandes puertas, la principal perteneciente a la original basílica constantiniana y la última que se abre cada tanto coincidente con el Año Santo, la Piedad de Michelángelo, los monumentos de Cristina de Suecia, de Matilde de Canosa, el Baldaquino de Bernini, la inmensa cúpula...y con la cámara en mano, curiosos como siempre, llegamos a una de las naves posteriores del monumental ábside, pulcramente cercada por unos gruesos cordones que nos impedían pasar más allá.

Estábamos prácticamente solos. A nuestro lado sólo conversaban unos cuatro o cinco minusválidos en sillas de ruedas acompañados por algunas enfermeras... y de pronto, a unos veinte metros se abren unas puertas por donde salen un conjunto de soldados de la Guardia Pontificia, algunos religiosos con sotanas negras y en el centro un hermoso y atlético Papa vestido de blanco, siempre sonriente y jovial, encajados todos en sus propias tareas, dirigiéndose raudamente, a las audiencias oficiales.

Embargados por una emoción indescriptible, mi mujer le grita a viva voz, casi irreverentemente: ¡Papa, bendiga a la Argentina!.. El Santo Padre, sorprendido por el saludo, gira la vista, detiene su marcha y se dirigió hacia nosotros. Nuestros ojos, abiertos de par en par, no atinaban a otra cosa que llorar de la sorpresa y alegría.

Mientras venían, sólo procuré sacar algunas fotos (que acompaño como testimonio) y cuando se detuvo a nuestro lado, le tomó las manos a mi esposa y le dijo: Bendigo a la Argentina y a usted también.... la persignó y le entregó una cajita con un Rosario, que atesoramos hasta el infinito y a mí, me bendijo las manos e hizo la señal de la cruz en la frente.

Obnubilados por el momento que vivimos, nos abrazamos sorprendidos, felices...sin resolver dar un paso más. Ya el día y el viaje estaban completos y todo lo demás nos pareció insignificante comparado con ese milagroso instante.

Inmerecidamente, relaciono este acontecimiento con el Evangelio de Jesús, según Lucas, donde una mujer valiente, salida de la multitud le grita al Mesías: Bendito el vientre que te engendró...y él desde la distancia le devolvió el saludo con una bendición. Hoy Juan Pablo II está santificado por la Iglesia, merced a sus actuaciones relevantes y milagrosas curaciones... y nunca olvidaremos que por pura osadía, nos bendijo un Santo de los Altares.