AVENTURAS EN EL AEROPUERTO DE GINEBRA

En realidad los aeropuertos del mundo son todos iguales y distintos entre sí.

Es más, aunque sea un pasajero frecuente y viaje a alguna ciudad conocida, siempre nos confundiremos de sectores y orientaciones para dirigirse a una u otra Puerta, siempre estaremos atentos a los carteles y direcciones, y posiblemente nos equivoquemos una vez más. También, absolutamente siempre pasaremos horas sentados a la espera de combinaciones o salidas de nuestro vuelo…o correremos por los halles, cruzando por el medio de los free shops y apurados para no perder el avión (ni hablar de la estación de Madrid donde se debe tomar un tren interno para ir de una punta a la otra)… De tal manera que se da una u otra posibilidad y nunca una instancia tranquila y apaciguada, porque siempre en todos los aeropuertos del mundo, nos espera una nueva sorpresa.

Estábamos en Ginebra, un domingo por la tarde y para no tener contratiempos, tratamos de llegar con tiempo al Aeropuerto para hacer el check in, despachar el equipaje y devolver el auto alquilado en la Agencia correspondiente de origen francés.

Esta Terminal, está ubicada exactamente en medio de la frontera entre Suiza y Francia y tiene ingreso por los dos países…pero separados en su interior por medio de vallas, desniveles y por supuesto con Aduanas y directivas distintas.

Estacionamos del lado suizo, bajamos las valijas e hicimos los trámites correspondientes. Mis dos hijas menores quedaron en la sala de espera con los boletos en la mano y con mi esposa, salimos para devolver el auto, pensando que regresaríamos a los pocos minutos…pero no fue nada sencillo y se transformó en una pesada aventura.

En tiempos donde no existía el GPS ni tampoco celulares, año 1996, llevar el auto desde el estacionamiento suizo al francés, fue verdaderamente una aventura, agravada por el tiempo en sacar los tickets de estacionamiento, esperar las barreras automáticas, los semáforos, el tránsito acrecentados por el lugar y el horario, los nervios de dejar a dos niñas solas y sin poder comunicarnos, los carteles en idiomas extranjeros, el mapa de rutas, caminos con curvas, túneles y localidades que se hicieron interminables.

Sin poder llegar a destino fácilmente, con el reloj que nos apresuraba y los nervios a punto de estallar, tomamos la decisión de pegar la vuelta, volver al estacionamiento suizo y pase lo que pase, dejar el auto abandonado. Sí, abandonado, por no encontrar el garaje de la agencia en el país vecino.

Corriendo y casi a tiempo del último llamado, vimos que las niñas subían por la escalera mecánica a las terminales, decididas a tomar el vuelo sin nosotros…y luego de encontrarnos y aliviarnos, subimos al avión, con las llaves del auto en el bolsillo, pensando que nos correspondía una justa y abultada multa.

No fue así. Cuando llegamos a nuestro país y les comunicamos el resultado, la empresa reconoció el trastorno que ocasiona tener el garaje cerrado del lado helvético por ser domingo y por medio de la correspondencia internacional, devolvimos las llaves…. Terminando un viaje de treinta días felices, aunque con un final no apto para cardíacos y al mejor estilo de películas de Alfred Hitchcock.