Cuento breve 8

EL GRAN AMIGO

Bad Ischl, sobre el río Traun es una de las ciudades más bellas de Austria. Recorrer sus calles, desde la Kaiservilla a la Oficina de Correos, es como remontarse a dos siglos atrás, ya que ha sido conservada, ex profeso, como la vieron los viajeros de la alta sociedad europea, deseosos de visitar el famoso Casino, sus baños terapéuticos y la estación hidrotermal, ricas en sales sulfurosas. Emperadores, reyes, condes y grandes negociantes de toda Europa llegaban puntualmente en el verano, trayendo consigo abultados contingentes de quince a treinta personas como valet.

Acompañando a una gran dama, o a una acaudalada familia, la ciudad de tres o cuatro mil almas se hinchaba hasta cobijar el triple o más, transformándose en una explosión bulliciosa de carros, vendedores, artistas y rostros, que se movían al compás de las demandas, las fiestas y los desfiles sociales por la Gran Vía, de apenas ocho cuadras…

Federico Hoffman, era un niño más de esa ciudad y con apenas ocho años, recién en esa temporada se percató de la calidad de los visitantes, ya que para él eran todos iguales los que asiduamente se alojaban en el hotel de su padre, uno de los más importantes.

Al igual que todos, tenía sus horarios para estudiar, comer, jugar y dormir y sólo vedado el ingreso al hall principal, comedor y aposentos de huéspedes. Pero recuerda muy bien esa mañana de agosto de 1866, cuando estaba jugando en el jardín, muy cerca de la vereda, con una especie de trampa para cazar pájaros que consistía en una pirámide de baja altura construida con tejido de alambre fino, que accionada desde lejos, por medio de una cuerda, caía sobre los pájaros que picoteaban un puñado de semillas. No era muy efectivo, pero podía pasar horas enteras en ese juego infantil.

Totalmente abstraído, no se percató de una comitiva que se acercaba por la acera, a la par que todos le reverenciaban con un saludo muy ampuloso. Al verlos pasar de improviso, se asustó de tal manera que dando unos pasos hacia atrás, chocó con su espalda el tronco de un manzano de poco porte y cayeron alrededor unas cuantas frutas maduras, haciendo un ostentoso ruido sobre el empedrado. La situación provocó tal hilaridad que todos comenzaron a reír nerviosamente, especialmente un niño rubio de su misma edad y su madre, una preciosísima dama de tez muy clara y pelo larguísimo recogido con trenzas, que inmediatamente llevó sus manos enguantadas hacia la boca para ocultar la sonrisa.

Más atrás, una media docena de damas de gran porte y agentes de seguridad, festejaban a carcajadas la divertida situación. Al llegar a su casa, por la puerta de servicio, todos acompañaron su ingreso con risas y aplausos. Federico había conocido a la emperatriz de Austria, Isabel de Baviera, la muy querida y admirada Sissi, de una manera casi impertinente y a su hijo Rodolfo Francisco Carlos José, tan solo el archiduque de Habsburgo-Lorena, príncipe heredero de Austria, Hungría y Bohemia quien sería, con los años, su gran amigo.

Al año siguiente y a los siguientes, tan solo por dos semanas de verano y muy controlados, ambos niños se conocieron más. Tímidamente al principio y acrecentada la confianza, frecuentaron sus paseos, algunos juegos, charlas de estudio y cacerías…y durante el año, una acaudalada correspondencia los unía entrañablemente.

El príncipe le contaba del encierro en Schonbrunn y las quince materias de estudio por semana, las cincuenta anuales, decenas de preceptores, ayudantes y consejeros, las múltiples exigencias del palacio, las interminables audiencias y rudas prácticas militares, la rectitud de su padre y la ensoñación de su madre…y por sobre todo, las añoranzas estivales, donde podían correr libremente, escalar montañas, contar chistes, reírse de todo y cazar pajaritos.

Federico, de sus estudios politécnicos, la nieve en invierno y la soledad de las calles fuera de temporada. Más adelante, ya púberes, Rodolfo mujeriego empedernido, le contó de sus aventuras con actrices, damas condescendientes y su primera vez, mientras que Federico, de su virginidad, tímidas salidas estudiantiles y bellas niñas provincianas.

Fue tan profunda esta amistad, fuera de todo prejuicio y protocolo, que Rodolfo lo invitó a su boda con la princesa Estefanía de Lieja, hija de Leopoldo II de Bélgica, en una magistral ceremonia que fue recordada por años, aunque días antes le confesara que no era más que conveniencia de estado y que para nada, existía amor entre ellos.

Federico asistió a los actos populares, pero no a los banquetes sociales; le bastó tomar un par de cervezas, ocultos entre parroquianos en la plaza de Bruselas, horas antes de la parodia y un gran abrazo de despedida. El resto, lo miró desde lejos, conociendo la verdad.

El 2 de septiembre de 1883, nace en Laxenburg, Isabel María de Austria, única hija del príncipe heredero y coincidentemente, en ese mismo mes, Federico se casa con una bella amiga del colegio, también de Bad. Mientras tanto Rodolfo no renunció nunca a sus aventuras amorosas, especialmente desde que, en el otoño de 1888, conoce a María Vetsera, una bella aristócrata de origen húngaro y que será su amante para siempre.

A lo largo de los años, muchas veces coincidieron en varias cacerías. Esta última tenía una impronta especial. Hacia el 20 de enero de 1889, el príncipe Rodolfo había invitado a varios amigos, entre ellos al conde Hoyos y su concuñado Felipe de Sajonia-Coburgo a una partida de caza en Mayerling, para los días 29 y 30. Federico llegó puntualmente un día antes y se alojó en el pabellón de visitantes. Desde su ingreso, notó un nerviosismo extraño, muchos soldados de custodia y vigilancia apostada de manera no convencional.

A las 15,30 del día 28, llegó el príncipe acompañado de su amante y transcurrió esa jornada sin sobresaltos, aunque sin verse. Al día siguiente, varios grupos de personas entraban y salían del edificio principal sin que Rodolfo apareciera y a media mañana ordenó cerrar todas las ventanas para simularan que no estaban ocupadas las habitaciones reales. Luego del almuerzo oficial, por fin se encontraron los dos amigos a solas en la caballeriza. Tras los saludos de bienvenida y preguntas convencionales, muy contrariado, con los bigotes despeinados y la cara sonrojada, Rodolfo le rogó que se retirara y regresara prontamente a su casa.

Días antes, había discutido severamente con su padre, acerca del pedido de nulidad de su matrimonio, carta que fue rechazada por el Papa, mantuvo reuniones secretas con grupos separatistas y su querida María con dolores de vientre, semejantes a un posible embarazo…no estaba para cacerías y además tenía otras razones muy serias que juró contárselas en el próximo verano, en los jardines de Bad Ischl. Se abrazaron interminablemente, enjugando ambos lágrimas de fraternidad y se despidieron.

Comenzaba a nevar y la noche caería pronto… Federico llegó a su ciudad y a los dos días, las noticias del magnicidio estallaron en todos los rincones del mundo. Volvió a su hotel y sus hijos y sus nietos continuaron la faena, año a año observando pasar los mismos contingentes de visitantes ilustres. También el emperador, su esposa, sus hijas y sus familias, envejeciendo todos…y sentado en el jardín, bajo una glorieta varias veces repintada, mira de reojo el frutal ya crecido, donde esa mañana soleada, cayeron como bendición celestial, las manzanas de Dafne, cargadas de risotadas.

Ya en este siglo, el viejo hotel ochocentista fue ampliamente renovado y al demoler un oscuro depósito de equipajes, encontraron una caja de madera azabache con recortes de diarios y casi medio centenar de correspondencia entre dos amigos entrañables, provenientes de mundos dispares y absolutamente francos. El atado fue llevado al museo local y hoy lucen en sus vitrinas, como signo indeleble de un gran amor filial, abrazados y entrelazados para la eternidad, el logotipo del vetusto hotel “Impala” y el escudo del emperador que no fue.

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En 1889, el emperador Francisco José recibió el más duro de los golpes de su vida: la muerte de su único hijo varón, Rodolfo, el heredero, a los 31 años. El “kronprinz” era un joven apuesto, brillante, inteligente, que cautivaba al público con su elegancia y soltura. Pero también era depresivo, explosivo, inestable, dramático. No era rígido como su padre, ni tímido como su madre, pero llegó a sentirse tan desdichado como sus progenitores. Al llegar a la adultez, asombraba por su amplia cultura y por sus conocimientos de política europea, y aunque la relación entre padre e hijo nunca fue del todo buena, a veces Francisco José se mostraba satisfecho del valor intelectual de su heredero. La policía secreta imperial seguía los pasos del joven y le informaba de todo al emperador: desde sus aventuras nocturnas en los cabarets o prostíbulos de Viena, hasta los contactos con liberales, masones, republicanos y todo personaje con ideas contrarias a la política imperial.