LA CALLE CERDEGNA 53, ROMA

LA CALLE CERDEGNA 53, ROMA. Mi última morada como soltero fue en una vieja casa de fines del siglo 17 en la ciudad de Santa Fe, donde junto con mi hermano, alquilábamos una pieza doble que daba al frente de la calle. Rodeada de galerías, numerosas macetas cuidadas con esmero, habitaciones altas con piso de madera y cielorrasos de bovedillas, tenía el cuarto de baño situado al fondo del edificio, un aljibe central ya extinguido y una planta de ciruelos que floreció meses antes de casarnos, en el verano del 72.

Desde su vetusta puerta descascarada y de color verde, muy circunspecto y ataviado de jacket, salí rumbo al casorio, aplaudido por el cariño de los vecinos y un beso plantado por la dueña de casa; una bellísima persona de mucha edad y corta estatura, ojitos claros, viuda y sin hijos, llamada Amalia Martinez Paiva.

De prosapia ancestral, conservaba el orgullo de su apellido ilustre; solo tenía algunos parientes lejanos y una hija en el cariño, Titi, sobrina lejana que la contactaba cada tanto e intercambiaban correspondencia.

Ella era una hermosa azafata de una línea internacional y unos meses antes, la habían visitado junto a su pareja o esposo, un joven italiano muy apuesto, de profesión actor de cine y que estaba en nuestro país filmando un corto comercial y una película junto a Rodolfo Bebán… “Don Juan Manuel de Rosas”. A propósito de ello, él personificaba un ministro extranjero, durante el gobierno del patriota.

Varios años después y en ocasión del cuarto o quinto viaje a Roma, paramos en un hotel cercano a la Via Véneto, aún famosa por los paseos de Fellini, Liz Taylor, Richard Burton y toda la movida artística de los años sesenta y setenta, y casi por casualidad, nos cruzamos con la calle Cerdegna. En ella vivían Titi y Paolo y como conservamos los datos que Amalia nos proporcionó en su momento, casi por aventura y curiosidad nos dirigimos al cercano edificio de cuatro pisos, casi idénticos unos a otros en esa ciudad, también de color ocre.

Era un sábado a la tardecita y hacía frío. Con la dirección en las manos enguantadas, Cerdegna 53, nos atrevimos a tocar el portero, convencidos que no tendríamos respuesta, pero una voz masculina al oír nuestro acento criollo nos hizo pasar…

Nos recibió Paolo y estaba solo. Su esposa de viaje y él acunaba dos o tres cachorros que acababan de nacer de una perra muy querida por la pareja. Recuerdo que tenía el hogar encendido y entre las llamas, unos pinches especiales para tostar almendras, que en su media lengua nos convidó.

El trato fue muy amable y fluido, aunque el idioma no ayudaba a entendernos demasiado. Nos mostró el departamento e innumerables fotos de sus actuaciones y de su amada Titi. Sin más para contar, al despedirnos, nos entregó un sobre cerrado con un mensaje destinado a Amalia.

Al cabo de unos días regresamos a la Argentina y a las semanas golpeamos la manito de bronce que era el llamador sobre la desteñida puerta de calle Entre Ríos….pero no nos atendió su dueña. Con los ruleros puestos se asomó por la ventana de una casa vecina, una señora conocida y nos contó llorosa que Amalia había fallecido unos días atrás, felíz y en soledad, así como vivió… Tal vez al mismo momento que nos entregaban la carta para ella y que nunca recibió.