Cuento breve 5
“LA PIEDAD” DE BELINDA
La Piedad del pintor francés William-Adolphe Bouguereau, que mide 230 cm por 148 cm, fue realizada en el año 1876, vendido por su segunda esposa a museos de Estados Unidos en 1902, perteneció hasta el año 2010 a la colección del actor estadounidense Mel Gibson que dispuso su venta en la casa de subastas Sotheby's donde fue adquirida por un coleccionista privado por la cantidad de 2,770,000 dólares. La tremenda fama del pintor academicista y burgués, cayó estrepitosamente ante el avance del impresionismo y las nuevas corrientes pictóricas de la modernidad. A partir de la última década, su notable valor artístico es nuevamente valorado y reconocido mundialmente.
La historia es una cascada de cientos de miles de historias. Cada una, son intensos universos girando vertiginosamente entre enjambres de nubes de estrellas, novas y súper novas, en un firmamento infinito…En medio de la gran historia, brilla minúscula, insignificante, como un partícula de átomo, la historia de Belinda.
Cuarta o quinta hija de un matrimonio de campesinos de Orzinuovi, un perdido poblado al norte de Italia, entre Milán y Brescia, su vida estaba entregada a las tareas de la casa, al corte del trigo en el verano, a cuidar las ovejas y ordeñar la única vaca de la familia. Cada domingo, a misa en la parroquia San Hilario y una vez al año, gran procesión de la Virgen de Caravaggio, aparecida milagrosamente en la cercana localidad, famosa además, por ser cuna de un renombrado pintor.
Rubiecita y delgada, parecida a todas, su tez cetrina se sonrojaba cuando los hermanos la comparaban con las cabras flacas y saltonas del corral, aunque ella en silencio esperaba la llegada de su primavera…y bordaba, en silencio, todo un ajuar en punto cadena, punto cruz, cadeneta, margarita y mosca vertical. Muy habilidosa, no dejaba género sin marcar y hasta las camisetas de los hombres, llevaban su impronta.
Pero los tiempos cambiaron y el trigal se convirtió en lodazal, las nubes blancas en cortina de humo y el trinar en ráfagas de metralletas. El 4 de junio de 1859, las tropas sardo-francesas al mando de Napoleón III derrotaron a los austro-húngaros en un paraje cercano a Magenta y el conflicto entre el Piamonte y el Imperio Austríaco, se trasladó hacia el este, justo en medio de su campo, para encontrarse en otra batalla crucial, en Solferino, veinte días después.
En medio de los dos fragores, la más cruel de sus batallas, perdida a los 14 años entre tres soldados de ojos claros, que nunca volvió a ver, ni recordar el idioma que gritaban. En esos tiempos, la deshonra era más fuerte que el amor, el dolor, la comprensión y el perdón…y aunque su pequeño rubiecito vivió unos días no más, Belinda tuvo que partir, con su atado de sueños a bordar a otro lado, lejos de la vergüenza.
Terminó en Garda, en una mansión frente al Lago, contratada como sirvienta de una acaudalada familia de Turín. El tiempo borra toda huella, como la lluvia, pero deja cicatrices y el rostro de Belinda nunca más sonrió, ni tan siquiera cuando la llamaron a la mesa para ser presentada a un importante visitante que ponderó a viva voz la belleza de unas servilletas de tenues colores, bordadas por una de las mucamas de la casa.
El visitante, muy famoso pintor, acababa de ser elegido, el 8 de enero de 1876, miembro de la Academia Francesa de Bellas Artes, ganador dos veces del Premio de Roma, profesor de la Escuela de Bellas Artes de París, presidente de la Asociación de Artistas Franceses, condecorado con la Legión de Honor, había pintado los retratos del emperador y su bella esposa y su popularidad y prestigio no tenía parangón en toda Europa, aunque lastimosamente venia de enterrar a un hijo.
Por tal motivo fue invitado por sus amigos banqueros a Garda, para que se distraiga en la casa solariega y para mitigar su dolor, tomó los pinceles y comenzó a pintar otro dolor. El tema no podía ser otro que una Piedad, infinidad de veces abordado por el arte, aportando su versión clásica y sencilla. Cristo y la Virgen ocupando la posición central, ella aparece sentada sosteniendo el cuerpo de su hijo en su regazo, muy similar a las theotokos del arte bizantino y su modelo no podía ser otra que esa bella y escurridiza mucama italiana que tímidamente aceptó posar.
Aunque el luminoso cuerpo de Jesús, atrae todas las miradas en un primer momento, el punto central del lienzo está en el rostro de su madre. La Virgen llora en silencio la muerte de su hijo, pero no por ello el sufrimiento es menor. Con la cabeza cubierta por una túnica negra de luto, los ojos enrojecidos por el llanto y los labios cerrados en un rictus de angustia, clava su mirada en el espectador. Sus manos entrelazadas sujetan con fuerza el cuerpo exánime, negándose a aceptar la pérdida del ser querido.
No sabemos más nada de ella. Belinda se perdió en la maraña de estrellas, pero su mirada apresada infinitamente en el lienzo, nos sigue contando su historia, su pequeña e insignificante historia de dolor.